¿Cómo hablar desde los lugares olvidados?
Despegar los pies de la tierra y subir por la academia para llegar a niveles de reflexión tan ajenos a nosotros mismos y a la realidad que se aíslan de lo que se sienten.
Viajando con los cuerpos machacados por el diario, con las posaderas rectas del fenotipo que no ayuda y que el trabajo le colabora. No ser parte de las minorías que tanto llaman la atención a la antropología es quedarse relegado por lo más relegado, quizás por miedo o por cotidianidad no queremos ver dónde estamos y quiénes somos, tal vez verse en el espejo de la puerta de atrás, sí el redondito dónde vemos los pasajeros bajarse.
Si nos vemos allí, ¿qué pasará?
Nos damos cuenta que la escalera en la que nos hemos subido con tantos libros se desbarata porque puede que no va a ningún lado y de su propio peso se caiga?
¿A dónde vamos entonces?
Reivindicar desde la experiencia de lo cotidiano y entendernos en los procesos sociales que, por el mero hecho de salir a estudiar, nos competen. Volver a las supuestas bases de nuestro ser, lo que nos traspasa. En mi caso particular volver a las llantas, a la varilla de metal, los asientos acolchonados y llenos de espuma o los tiesos y duros que llevan toda la vida soportando el peso de clase media. Volver a espichar el timbre, escuchar los típicos: "Se echan para atrás, por favor" y "Me va a llevar a la casa de su madre o qué?".
Volver.
Regresar a lo popular y por ese mismo hecho incómodo, pensarse dentro de los pasillos dónde nos aferramos en los arranques. Resistir al ataque de la modernidad, de la homogeneidad y tener voz propia y amarla.
Pagar el centavo y jugarse la vida en él.