Marcas y huellas
Me detuve a mirar detenidamente las marcas que habían dejado los pequeños cuadros acabados de quitar de la pared. Las solas marcas me anunciaban que esos cuadros habían estado ahí por muchos años. No podía saber cuántos, pero seguramente bastantes porque las marcas que habían dejado en forma de huella eran de un rosado más oscuro que el de la pared. Las huellas eran la forma de los cuadros sin ellos. Su ausencia materializada. Seguramente el polvo y la humedad habían actuado para impedir el paso banal del tiempo, para recordarnos que el correr del tiempo duele, asusta y algunas veces también espanta.
El edificio más imponente del centro, el que se veía desde todos los ángulos así uno no quisiera darse cuenta de él era la última novedad arquitectónica de la ciudad. Lo respaldaban varias firmas de arquitectos y unas grandes inversiones extranjeras. Nada más. Había aterrizado en una esquina que poco tenía que ver con el. La gente que circulaba por ahí y que de una u otra forma habitaba sus alrededores no tenían, por el momento, ninguna relación con el. No existían vínculos, pero a lo mejor con el paso del tiempo se irían creando. Una novedad arquitectónica que ya era ruina y había dejado huellas de los deseos de ser Tokio. Pero solo eso, marcas de unos deseos truncados y ficticios que se veían en sus últimos pisos no terminados y en los rumores que lo acompañaban.
Testigo de ese tiempo futuro nunca cerca y siempre por llegar.
Huellas y marcas internas y externas que se nos parecen en nuestra cotidianidad, en el trasegar de cada día. Nos acompañan para recordarnos que nuestros trazos dejan rastros. Nos nacerá el impulso de borrarlos o volveremos a recorrerlos por otros senderos.