Ponerse de acuerdo con más de tres personas es complejo. Ahora situémonos en la Universidad Javeriana, en Bogotá. Estando allí debemos recordar el arduo camino ue hay que recorrer cerros arriba para llegar a uno de estos edificios incrustados en los protectores de la capital. En el edificio gris, que parecía una suerte de penitenciaria, se encontraba la mesa en la que nuestro semillero pretendía exponer su trabajo más reciente. Un proceso que había sido llevado a cabo por varios meses y que exploraba de manera experimental una propuesta que de la mismo forma que había sido escrita, esperaba ser mostrada. El diario a varias voces era hasta entonces nuestro proyecto más largo y duradero, había nacido debido a la experiencia del trabajo en la intervención sobre el archivo que fue presentada en el Espacio Odeón. Así fue como nuestro ‘Diario de campo’ se formó durante varios meses y creíamos que estaba listo para ser presentado a una audiencia un poco más amplia que podría bien darnos su aval o, lo que más esperábamos, nos diera palo.
La improvisación con la que asumimos esta ponencia fue tanta que nuestra llegada se dio durante las últimas dos horas de la mesa. Nos encontramos fuera del salón llamándonos los unos a los otros y al final entrando con pocas ansias e incluso deseos de cancelar nuestra participación, que bien ni se hubiese notado. Al entrar al salón se sentían las ya pasadas seis horas de la mesa y que por sí mismas despedían en el salón un aire de cansancio y ambigüedad. Las ponencias pasaban y las horas transcurrían más lento en el calor de una extraña Bogotá que ese día nos ofrecía un pequeño sol que chocaba de frente contra el edificio pero que se colaba en pequeñas rendijas que daban hacia el salón. Mientras que sus grandes ventanales, la mayoría se mantenían entrecerrados para ofuscar esta luz cegadora que no dejaba visualizar el proyector. La única que se encontraba sin aquella cortinilla y con luz plena era la alumbraba la espalda al coordinador de la mesa Bernardo Rozo. Sus comentarios eran, a veces, los únicos que sonaban en el recinto frente a las ponencias.
A decir verdad, el recinto no daba para más, un par de comentarios y prosigan. Un salón cuyo espacio no parecía ser consecuente a la trascendencia de los temas que se discutían ni a la cantidad de participantes que se esperasen de este evento. Un lugar cuyo ancho no pasaba de los cinco metros y su largo no alcanzaba los cuatro, poseía una gran cantidad de sillas, un tablero, un computador de mesa y un proyector. Era un salón de clase, pero para nuestro agrado ese salón de clase distaba mucho de los que estamos acostumbrados, nos decía con su imponencia que no pertenecíamos a ese lugar, que claramente nuestra cotidianeidad de salones repletos sin sillas suficientes, sin aparatos electrónicos funcionales, o simplemente sin ellos, nos decía que éramos intrusos.
Mientras esperábamos, la relectura de lo escrito era necesario, una ojeada, un repaso breve o la lectura completa, esperar que todo saliera bien. Bernardo preguntó si había alguien más que fuese a exponer su tema y nosotros, como buenos principiantes levantamos nuestra mano para mostrarnos ante la audiencia y decir, presentes. Hubo un par de exposiciones más, la más recordada la de un mexicano cuyo marco teórico no fue bien recibido por nadie en la sala y fue muy atacado, al terminar se fue de la sala. Luego una propuesta de seguir derecho o ir a una actividad que iba a darse a continuación y estábamos cordialmente invitados. No fuimos, nos quedamos para hacer nuestro acto en función de una aprobación.
Al salir de nuestros asientos llegamos al frente, Daniel se puso de pie en todo el centro del salón y comenzó: