Las personas que entran en la habitación, dirigen la mirada a un tablerito colgado en la pared. Al leer el nombre en él, se dirigen a la persona que los ha estado mirando desde que se aproximaban; recostada en la camilla responde a la misma pregunta que le repiten cada tantas horas las enfermeras y doctores que cambian de turno. ¿Cómo está, señora Norma? Más o menos, dice mi mamá con una sonrisita que al tiempo muestra que hay algún dolor. La enfermera le pregunta entonces por qué más o menos y mi mamá simplemente responde, porque no estoy del todo bien. Entonces ella también responde con una sonrisa y empieza a recoger la bolsita con medicamentos que se mezclan en una solución salina, ya vacía, ya consumida en el cuerpo de la paciente. Mientras reemplaza la bolsita por una nueva, bajo el cronómetro de horarios para cada persona en la sala de urgencias, todo queda sumido en la oscuridad. A pesar que el clima de afuera es 32 grados, está lloviendo y Electrocaribe tiene todos los transformadores dañados, así que sólo a mí parece sorprenderme que la luz se vaya en la clínica. Es la una de la tarde y pasa una mujer entregando almuerzos a los enfermos. Mi mamá recibe un vaso con sopa y pregunta por qué no le dieron almuerzo de verdad, hace dos días que solo toma líquidos y siente mucha hambre. Me dice que quiere una sopa, arepa y queso. No más juguitos. Ella está recostada en la camilla mirando hacia afuera. Mira y escucha todo, ve que a un doctor se le cae un CD y me hace correr por el pasillo para entregárselo. Se aburre, pero en su inmovilidad quiere que yo haga lo que ella haría, voy a ofrecerle galleticas a las enfermeras y a los pacientes con los que se ha saludado desde el lunes. Ella quiere levantarse a caminar, pero una enfermera le dice que sólo puede hacerlo cuando el doctor lo autorice, sin importar qué tan bien se sienta o qué tanto se canse su cuerpo que no se acomoda a la camilla. Su cuerpo delgado está atravesado por tubitos plásticos con líquidos de diferentes colores que entran y salen de su cuerpo, fluidos que no pudieron fluir de otro modo. Estando acá tantos días seguidos lo único que se respira es un espacio en blanco, de baldosas blancas en el piso y en las paredes, con cortinas blancas, uniformes blancos. Pequeños cubículos separados por esas cortinas donde se escuchan las conversaciones familiares, los ronquidos en la noche, los pedos y las risas de los vecinos en la sala de urgencias. De algún modo, lo que se respira también es cómo todos cuidan de todos; una paciente con trastornos bipolares grita desesperada y los familiares de los otros pacientes salen a averiguar si está bien, si la están atendiendo. El acento samario se escucha amigable, al menos en estos pasillos, las enfermeras nos hablan de miamores, nena y venacás. Adentro hace frío, solo hay que cruzar los pasillos y despedirse del portero para recibir los 32 grados de Santa Marta y empezar a escuchar las motos pitando.